En las pulcras calles de Jaisalmer, en el Rajasthan de India, el colorido se asoma a calles y ventanas. La elegancia de la pobreza no puede ser más llamativa y espectacular. Acostumbrados como están a convivir con los millones de almas que nos paseamos por allí para aprehender algo de lo que enseñan, tienen y guardan; de la diferente cultura que poco o nada tiene que ver con nuestra occidentalidad y accidentalidad de la vida, no les llama la atención nuestra persecución. Ni siquiera perciben nuestra llegada o la obvian.
Los niños continúan a su aire con los juegos con los que se jugaba en nuestra posguerra. De ahí el ritmo de ese instante. Mientras el choto trata de lamer las piedras, limpias como la pátena, porque los cartones que mastica habitualmente han desaparecido -quizá otra vaca más lista y rápida los engulló-, el niño pequeño juega con un aro endeble al que trata de mantener en pie a pesar del suelo desigual y retador.
El mayor, en equilibrio inestable, parece querer bajar los escalones o tratar de subirlos. Sus piernecillas como hilo de cáñamo ¿tendrán la firmeza suficiente para certificar que se salvará de una caída?
Hace veinte años que capturé esta fotografía. Es posible que el choto haya crecido y todavía deambule por las calles en busca de un cartón que rumiar. Los niños se habrán hecho hombres y, quizá, sus piernas sean más firmes y les hayan ayudado a emigrar a otra ciudad de India o del extranjero. También es probable que sus cuerpos y sus mentes hayan madurado con cierto toque endurecido. ¿Se habrán casado? ¿Seguirán vivos? ¿Jugarán sus hijos con otro tipo de aros o serán los ordenadores los que llenen los instantes de su presente y futuro? ¡Son unos genios!