Hace mucho tiempo que Michael Jackson perdió los puntos cardinales. Ese afán enfermizo con el que soñaba desde niño de ser un negro de tez atenuada, le ha llevado a embarcarse en una demencia reiterativa. ¿Con qué finalidad? ¿La de lucir su blanca palidez ante sus fans? ¿A pesar de, no sólo, decolorarse la piel si no las neuronas, y tirar por la borda lo más importante, su equilibrio emocional y su arte?
Se ha hablado y escrito, prolijamente, acerca de sus inclinaciones no muy claras hacia los niños, de sus encierros en cápsulas de oxígeno para preservar su salud y ¿buscar la vida eterna?; así como de los cientos de millones ganados y gastados, gracias a sus grandes éxitos, entre otros Thriller.
Sin embargo, no parecía ser feliz. Su aislamiento era notorio y, probablemente, en estos últimos tiempos gastaba mucho más de lo que ingresaba. Quizá esto último sea una simple anécdota porque, aunque digan que el dinero da la felicidad, si no hay contacto humano, afecto sin segundas intenciones y la línea argumental de tu vida se ha quebrado por buscar imposibles -como el de ser blanco cuando has nacido negro y con una voz prodigiosa- ya no eres capaz de vivir y aceptar la realidad de tu soledad.
Lamento, sobre todo, que no pueda subirse cincuenta veces a los escenarios, como tenía contratado, y que un infarto -o lo que sea- le haya obligado a hacer mutis por el foro sin permitirle contorsionarse y cantar, al menos, una ocasión más. Allá donde vaya y esté no se verá el color de su piel. ¿Asunto concluido?