En Trinidad (Cuba), 1992, ella celebra su primera comunión y, radiante, con su traje blanco inmaculado de organdí, sale a a la puerta para ser admirada. ¡Y cómo la admiran!
Allí está él, sentado en el escalón, medio con la boca abierta, mordiéndose un dedo y relamiéndose por el sólo placer de contemplarla. Ha tenido la suerte -¿o la ha buscado?- de estar allí en el instante preciso, en el momento oportuno cuando la niña, que ha dejado atrás a sus compañeros de ceremonia con los pasteles a medio comer o a medio empezar, sonríe a alguien que no ve pero a quien busca con el rabillo del ojo.
¿Vale preguntarse -diecisisete años después- si era para el chaval su mirada? O, ¿esa picaresca y complaciente sonrisa era exclusivamente para ella misma?