La directora de cine turca, Yesim Ustaoglu, ganó con La caja de Pandora la Concha de Oro a la mejor película en el Festival de San Sebastián 2008. Un año después llega a nuestras pantallas esta poética y durísima película que nos enfrenta a nuestras propias mezquindades, miedos a la soledad y a las enfermedades de nuestros mayores, además de a las propias. Tampoco se inhibe de subrayar la descomposición de la familia como tal.
Rodada, por un lado, en un Estambul inhabitual, del que han desaparecido los lugares más turísticos para centrarnos, sin compasión, en el ritmo de las deshilachadas grandes ciudades y en barrios desposeidos de todo lo que no sea la supervivencia, la prisa, el trueque… en definitiva: el sálvese quien pueda. Y, por otro en las montañas, donde las minas de carbón anidan y el pálpito cotidiano nada tiene que ver con las angustias occidentales de trabajos exigentes y amores descolocados o a medio hacer, o casi a punto de finalizar.
Tres hermanos, cuya relación parece brillar por su ausencia, se enteran de que su madre -la inefable actriz Tsilla Chelton, Concha de Plata a la Mejor Acriz-, ha desaparecido de su casa situada en la montaña donde vive sola. Deciden trasladarse allí y, ya en el camino, sin apenas ser conscientes abren esa caja de Pandora que encierra todos los males posibles e imposibles y que viajan en el interior de cada uno de ellos.
Tres seres con sus propias angustias, encerrados en cierto limbo existencial y en el egoismo: el hombre porque es, y así continuará, un Peter Pan sin ánimo de crecer ni de cambiar. Le abruman las responsabilidades y mientras tenga para el porrito seguirá instalado en su hippismo trasnochado.
La hermana mayor es incapaz de encarar la relación con su marido y su hijo. La apatía la invade -o quiere que la sepulte- y es incapaz de enfrentarse a sus miedos y, quizás, a las rupturas.
La del medio, tiene un cargo importante en su trabajo pero una relación amorosa insatisfactoria -tanto es así, que la directora obvia a ese personaje para remarcar la importancia de esa ausencia-vacío-. Y, después de esto: ¿cómo van a saber encarar el Alzheimer en el que anda perdida su madre?
En esta otra mitad de la película, la directora, los actores -todos eficazmente convincentes- arrastran a los espectadores a algo, no por tan tremendo inusual, y cada vez más corriente.
El despiece de los sentimientos, de la lucidez, de la culpa, y de ése: «No va conmigo, porque YO no puedo con todo cuanto arrastro…», está dibujado con sensibilidad y, al mismo tiempo, con la dureza que el tema tratado debe llevar implícito, para intentar despertarnos de un mundo feliz que sólo habita en nuestros sueños. Si bien, siempre puede hallarse un respiro que, arrítmico, invite a comprender lo que necesitan aquellos a quienes las veladuras sólo les permiten una lucidez intermitente. No os la perdáis.