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A veces los prejuicios no nos permiten ver nada más. Tan enfebrecidos cruzamos por este lado de la acera que nada que no seamos nosotros mismos, nos importa. A lo sumo conseguimos parar, si se me apura, escasos minutos por algún tropiezo, o imagen velada que se nos cruza; después volvemos a ensimismarnos en el propio ombligo. De ese modo cometemos no sólo errores, sino injusticias o daños irreparables. Tanto es así que, incluso, tenemos a bien humillar consciente o inconscientemente, para el caso es lo mismo porque de cualquiera de las maneras, haremos daño.
Séraphine es una película tristemente hermosa. El adjetivo que me gustaría no tener que añadir, está presente porque el personaje es real y su historia, también lo es. Limpiadora en casas de postín, con escaso dinero para mantenerse, vive en un cuchitril de apenas seis metros cuadrados y, entre sus rezos constantes y cantos religiosos, su particular relación con monjas, curas e iglesias, vive atada por una obsesión y modo de expresión: la pintura.
Séraphine -interpretada por Yolande Moreau, una actriz inmersa con todo el alma en un papel difícil y grandioso- apenas malcome pero gasta sus pocas monedas en útiles para pintar. Y así pasa las noches sin dormir entonando liturgias y creando con un particular estilo, pequeñas obras de arte que, por esos juegos del destino caen en manos de un alemán, marchante de arte. Si bien le compra las obras y pretende seguir haciéndolo, ha de marcharse de Francia por la puerta de atrás y con noctunidad al estallar la Primera Guerra Mundial.
Cuando regresa de nuevo a Francia se tropieza con más y mejores cuadros de la mujer. El reencuentro que podría haber sido el de la estabilidad supone un vía crucis directo a la locura, a pesar de que sus pinturas continúan siendo espectaculares, su producción grandiosa y las ventas extraordinarias.
La fragilidad humana, a pesar de nosotros mismos o precisamente por nosotros mismos arrastra por recovecos de los que muchos no pueden salir; y en ese laberinto se interna Séraphine hasta que la sociedad de ese siglo se las apaña, legalmente, para apartarla de su vista.
La película de Martin Provost no sólo muestra sino que empuja al espectador a adentrarse por vericuetos a los que nos prohibimos llegar por miedo, por vergüenza o por no saber, ni ver. La historia es de una profunda reflexión, e incluso si nos atrevemos a reconocerlo, la punta del iceberg que todos llevamos dentro: esa línea tan infinitamente fina y frágil que separa lo que llamamos cordura, del terror a la locura. ¿Acaso creemos que estamos exentos de cruzarla?