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Era 1973, de eso ha llovido mucho. España todavía no había alcanzado la ansiada democracia. Vivíamos en una dictadura moribunda pero nos permitían viajar a los Paises del Este, para que viéramos que allí estaban igual pero mandando los del otro lado del telón: los comunistas.
Dictaduras ni verlas. Vengan de donde vengan y se vistan de celofán o de lagarterana -que diría mi muy querido Forges-. La democracia con sus imperfecciones ¡y tiene a kilos! siempre será preferible a aquella oscuridad que, aquí sufrimos durante cuarenta eternos años. Prefiero poder poner y quitar a aquellos que se dedican a la cosa pública y que también la tratan como si fuera sólo cosa, y sin reconocer que están ahí, precisamente, gracias al público que algo tenemos que decir aunque carezcamos del vocerío que algunos utilizan en su propio beneficio.
Pues bien, a este niño polaco me lo encontré en el hall del hotel en el que me hospedé y me pareció la imagen, cruda y dura, de lo tristes que éramos quienes aguantábamos con dolor, miedo y carencias, aquello con lo que los sociópatas dirigentes nos ametrallaban.
No sé su nombre. Él tampoco supo quién era yo.